Xavier Oms
Una ráfaga de viento elevó una nube de polvo dejándome en la boca un regusto entre amargo y salado. La calle de la Mare de Déu de Gràcia estaba solitaria, pero en mis oídos aún resonaban los gritos y lamentos de hombres y mujeres, los lloros de los niños, el estrépito de las espadas y el ronco agonizar de los que ese día la suerte les había negado su favor. la aparición de plazas en la ciudad, no siempre obedecen a motivos arquitectónicos o urbanísticos, en algunas ocasiones las causas son más escabrosas. El mero hecho de ser considerado enemigo del poder político o eclesiástico, supone no sólo la ejecución de la persona y a veces la de sus familiares, si no la desaparición física de su vivienda y como advertencia ejemplarizante, la prohibición de construir sobre su solar esparciendo sal sobre él, para que allí no crezca ni la hierba. Es el caso de la plaza de la Creu Nova, dónde el descubrimiento de una sinagoga clandestina costó la hoguera a Miquel Vives y Castellana Guioret, primo y tía de Lluis Vives o la de esta plazuela, que hasta el 3 de marzo de 1522 ocupaba la casa de Vicent Peris.
Y es que los tiempos estaban agitados, recuerdo también como aquel pobre panadero fue objeto de la ira del pueblo, en la plaça del Mercat, como si él fuera culpable de la falta de trigo que desde hacía años venía padeciendo la ciudad, o como cuando lincharon a aquella familia de agarenos, acusados de connivencia con los piratas berberiscos que se paseaban por nuestras costas. Porque el peligro era real, Cullera había sido saqueada y su población acuchillada ante el desamparo de los Nobles Señores que la habían abandonado a su suerte. Tanto es así que el rey don Fernando, consintió a que los gremios se armaran y pudieran defenderse de sus eventuales ataques.
Pero el descontento de artesanos, maestros y mercaderes era mayúsculo, durante muchos años nuestro trabajo hizo de València la ciudad más próspera de la Corona de Aragón y ahora que la crisis había golpeado a nuestras puertas, por culpa en parte de una nobleza más interesada en sacar buenos beneficios importando tejidos de Italia que protegiendo el trabajo de sus artesanos, creímos que era el momento de reclamar nuestra participación en el Consell de la Ciutat y de exigir que dejaran de ahogarnos con impuestos. También la avaricia y el intrusismo hicieron mucho daño entre los gremios. Y luego que pasé por la plaza de Santa Caterina, me vino a la memoria un suceso aquí ocurrido y que tuvo por testigo al cardenal Adriano de Utrech, venido a esta ciudad a jurar –vano intento-, en representación del Rey don Carlos, los Fueros de València.
Y es el caso que por favorecer a un aprendiz suyo al que debía un favor, un tal Pere Malet capoter de oficio, permitióle abrir una tienda de capotes en esta plaza sin hacer el preceptivo examen. Denunciado que fue por el Síndico ante el tribunal del Gobernador, tiempo le faltó a Pere Malet para por mediación de don Diego Jofré, Señor de Pardines, intentar paralizar la denuncia. El Síndico escuchó al Señor de Pardines, pero cuando éste marchó, hizo de su capa un sayo, que es lo que el sano juicio y su propia conciencia le ordenaba.
Enterado don Diego Jofré y herido en su noble orgullo, tiempo le faltó para regresar, buscar al Síndico y darle de puñaladas. Intervino entonces el Marqués de Atzeneta, don Rodrigo Díaz de Vivar y de Mendoza, que diestro en mañas, manejos y tejemanejes, consiguió apaciguar al acuchillado Síndico y permitió que el aprendiz de Malet abriera su tienda.
Nada más conocerse el hecho, salieron los gremios ondeando banderas y haciendo sonar sus cajas; los gritos de ¡A casa de Malet! ¡Mueran los caballeros!, se confundían con los de ¡Justicia! ¡Germania! Así que llegaron a esta plaza, entraron en la tienda, sacaron todos los capotes y prendiéronles fuego. Un Escudo Real de yeso colocado por los Jurados sobre la puerta de la tienda, evitó que ésta fuera también pasto de las llamas. El Señor de Pardines, el capoter y el aprendiz fueron condenados al destierro.
Cuatro años antes de estos hechos, sucedió el fallecimiento de nuestro rey don Fernando, era el año del Señor de 1516, dejando un gran vacío de poder. La peste, que como las riadas, se obstinaba en visitarnos a menudo y sin previo aviso, hizo huir como las ratas huyen del navío a punto de naufragar, a nobles y jurados dejando la ciudad sin representantes oficiales, sólo el controvertido Marqués de Atzeneta, hermano del Virrey don Diego Hurtado de Mendoza permaneció en la ciudad.
Tiempos terribles que no presagiaban nada bueno, y desde el púlpito los predicadores, émulos de Vicent Ferrer, buscaban culpables para calmar los castigos divinos, que en forma de epidemias, riadas y otras desventuras, nos enviaba el Señor.
Y allí estaba aquel sofocante 7 de agosto de 1519, el pare Castellolí, Castanyolí o como bien quiera que quisiera llamarse este fraile que Dios o Satanás tengan a buen recaudo, culpando al nefando pecado y a sus viciosos, de todos los males que acontecían y poco tardó la turba en encontrar en un tal Cristòfol de la Torre, un flequer de la calle del Trabuquet, la diana de sus iras. Conducido a las cárceles eclesiásticas por su condición de tonsurado y no encontrando pruebas suficientes, condenole el provisor del arzobispo a que un domingo fuese puesto a la vergüenza en la iglesia mayor y después tuviese cárcel perpetua en el castillo de Chulilla. Más en acabando la misa, al salir de la Catedral para dirigirse nuevamente a la prisión arzobispal, esperándole estaban una multitud de niños y mancebos, que piedras en mano pedían a voces que se le fuera entregado para lapidarlo convenientemente. Una lluvia de piedras cayó sobre la comitiva cuando mossén Guillem y mossén Andreu Dalmau intentaron darles buenas razones para que lo dejaran en manos de la justicia y marcharan en paz. Al tumulto se unió el comendador Eixarch que a la sazón ejercía en lugar del gobernador Lluis Cavanilles huido de la ciudad por la peste, un jurado y el mestre racional Vicente Zaera y entre todos lograron encerrar al desdichado flequer en la sacristía de la Catedral, a la que todo hay que decirlo, no le quedaban vidrieras enteras.
Pero la tarde no había calmado la cólera de la plebe, más bien parece que la digestión del yantar húboles provocado el hipo de pegar fuego al sodomita, así que bandera al aire, salieron de sus casas con gran alboroto y dirigiéronse prestos a la puerta que dicen del Palau, a reclamar que les fuera entregado el flequer. A partir de aquí todo fue gritos y confusión, escopetazos y cantazos, golpes y campanas tocando a arrebato y hasta el fuego estuvo a punto de prender en las puertas de la Catedral si no llega a ser por la presteza de Jordi, un criado del Vizconde de Xelva que allí se encontraba. Ni siquiera fue respetada una improvisada procesión, custodia del Santísimo Sacramento al frente, que organizaron las parroquias de San Esteban, santo Tomás y el Salvador, como último recurso ante la ausencia de nobles caballeros, ausentes de la ciudad por pestilentes motivos.
Y así fue como en evitación de males mayores, regidores y eclesiásticos menguaron la guardia y dejaron al infeliz flequer en manos de la desordenada justicia popular. Ahítos de efímera gloria, eufóricos y alborozados, marcharon directos al lugar que llaman el quemadero donde al fin, dieron cumplida satisfacción a su ira.
En la plaza de la Seu aún permanecían catafalco y paramentos del último Auto de Fe y al final de la calle del Cavallers reviví una escena memorable. Entraba en València por la Porta de Quart el Conde de Mélito, don Diego Hurtado de Mendoza, que con su séquito se dirigía a la Catedral para jurar los fueros como virrey de València. Y a recibirle acudió el Gobernador Lluis Cavanilles, jurados, oficiales y demás comparsa de caballeros y nobles.
Mas en llegando al lugar llamado Tossal, salió al encuentro del cortejo por la calle dels Tints Majors, un grupo de agermanados encabezado por Guillem Castellví, al que todos conocíamos por Guillem Sorolla. Altivo, insolente y osado, agarró por las riendas el caballo del virrey y le espetó: “Los reyes y príncipes nunca buscan atajos en sus entradas solemnes, con que así, vos que decís representar a nuestro soberano, debéis seguir este ejemplo y dar la vuelta por la Bosseria y el Mercat”. A lo que el virrey le respondió: “Como ello sea costumbre, vamos por donde decís, pues no vengo sino a guardar costumbres viejas y quitar novedades”. Y así, sin más circunstancia notable que contar, bajó el cortejo por la Bosseria, el Mercat, giraron por la calle Sant Vicent y entrando por la plaza de la Figuera, llegaron a la Catedral por la calle de les Avellanes, Santo Tomás y el Palacio del señor Arzobispo.
Guillem Sorolla, osado y altivo, tanto ante el virrey como ante el mismísimo rey don Carlos, aunque dicen las malas lenguas que una vez nombrado comendador de Benaguasil se comportó como un noble más, quién sabe; y que incluso hizo correr el bulo de su muerte para provocar la cólera del pueblo, quien sabe.
Lo cierto es que él y el peraire Vicent Peris acabaron con la moderación del bueno de Joan Llorenç y a su muerte Peris asumió el mando militar de la Germania. Peris sabía qué y cómo hablar al pueblo. Orgulloso y valiente como Sorolla, pero tenaz e insobornable. Derrotó al mismísimo virrey, don Diego Hurtado en Gandia y esta victoria hizo que la soberbia prendiera en él, y que los moriscos de la contornada sufrieran su orgullo. Al fin y al cabo eran los servidores de su enemigo.
Aún lo veo, entrando triunfante y majestuoso por la Porta dels Serrans, montado en negro bridón, vestido de raso blanco acuchillado, forrado de raso amarillo, tocado con gorra milanesa grana con una pluma blanca.
Entre vítores y aplausos discurrió la comitiva por la plaza de Sant Bertomeu y Cavallers. Por la Bosseria con todos los balcones engalanados, se llegó hasta el Mercat y por la calle de Sant Vicent hasta su casa de la Mare de Déu de Gràcia.
Poco se imaginaba que algunos meses después regresaría a València a escondidas, tratando de avivar un fuego que ya estaba casi extinto; hasta el último momento rechazó las taimadas propuestas del Marqués d’Atzeneta que sólo buscaban su perdición y se pertrechó en su casa junto a su mujer y sus hijos, arropado y protegido por vecinos y adictos.
Y así llegó aquel fatídico 3 de marzo de 1522. Desde buena mañana redoblaron sin cesar las campanas de la Seu. Hizo correr el virrey el bulo de que Xàtiva había sido tomada y la Germania derrotada en toda la comarca. Cundió el desánimo entre muchos partidarios de Peris, algunos le dieron la espalda y otros se pasaron al bando de los señores. Dio orden el de Mélito de cerrar todas las puertas de la ciudad. Armáronse los caballeros, unos con el Marqués d’Atzeneta, otros con Lluis Cavanilles y el resto con el delegado Mossén Eixarch. En la plaza del Palau se convocó a los gremios y allí estaban los Jurats con sus gramallas portando lo Rat Penat y demás banderas.
Mientras, en los balcones y azoteas de la calle de la Mare de Déu de Gràcia y colindantes, hombres, mujeres y mozalbetes pertrechados de piedras, macetas y ladrillos en mano, aguardaban el momento de valer a su capitán y abrirle la sesera a algún mascarat.
A las tres en punto de la tarde, las tres divisiones se pusieron en marcha. Las campanas volteaban sin cesar. La división dirigida por don Lluis Cavanilles, avanzó por la calle del Fumeral. Mossén Eixarch y los suyos lo hizo por la calle de Sant Vicent, unos entraron por la de Carabasins y otras se llegaron hasta Sant Agustí, para desde allí entrar a la calle de Gràcia y cortar el paso a una posible huida de Peris.
El Marqués d’Atzeneta, que no había olvidado como Peris lo había encarcelado en Xàtiva y como había escapado de sus artimañas, partió de la plaza dels Alls y enfiló la calle de Gràcia. Arcabuces, ballestas, espadas, picas y lanzas, envueltas en una nube de polvo avanzaban bajo una lluvia de piedras, tiestos, muebles y agua hirviendo. Y fue el caso que una maceta de buen tamaño cayó sobre la testa de don Rodrigo Hurtado, dejándole sin sentido, tendido en el suelo. Corriose la voz de que el Marqués había muerto y la furia de los atacantes se encendió y con ella la casa de Peris por los cuatro costados. El calor y el humo se hicieron insoportables. El precio de doscientos ducados por un Peris vivo o cien, si era muerto, hecha por un todavía aturdido Marqués d’Atzeneta avivó los ánimos de los mascarats. Bajó la mujer de Peris con sus hijos llorando y pidió Peris hablar con el Marqués, mas no había terminado de bajar por la escalera, se abalanzaron sobre él y cosiéronle a cuchilladas. Arrancáronle la cabeza que pusieron en una pica, y arrastraron su cuerpo desnudo hasta el Mercat. Allí lo colgaron de los pies, pues su cabeza aún pende enjaulada sobre el Portal de Sant Vicent.
Y yo sigo mi camino, lejos de esta ciudad y de estas tierras. Demasiados recuerdos, demasiados sinsabores. Sólo quiero olvidar y lo único que he conseguido olvidar ha sido mi verdadero nombre, unos me llamaban Enrique Manrique –o Enriquez- de Ribera, otros Antonio Navarro, los menos Juan de Bilbao y alguno El hombre de Bernia, incluso dicen que me asesinaron en Burjassot una primavera de 1522, aunque todos me conocían por lo Rei Encobert.
L’ENCOBERT
(¿?-finales s. XV- Burjassot 1522)
Poco se sabe de este personaje –o personajes, porque aparecieron varios- del que mucho se ha escrito. Los datos más contrastados, los aporta el profesor Ricardo García Cárcel y apuntan a que se llamaba Antonio Navarro y que era posiblemente de origen castellano. Aunque otros como Vicente Boix (1813-1880), opinaban que se llamaba Enrique Enríquez de Ribera.
Intervino activamente en los últimos momentos de la Germanía, tras la muerte de Vicent Peris, participando en varias escaramuzas contra las tropas del virrey.
Que se conozca, su primera aparición pública fue un 21 de marzo de 1522 en la colegiata de Xàtiva, con un vehemente discurso de matices apocalípticos rayanos en la herejía, en el que incitaba al pueblo a continuar la lucha en nombre de la justicia divina.
Afirmaba que era el hijo del príncipe don Juan, hijo a su vez de los Reyes Católicos, y de la archiduquesa Margarita de Austria. Y que una conspiración urdida entre el Cardenal Mendoza y Felipe El Hermoso, lo hizo desaparecer haciendo creer que había muerto al nacer. Realmente, el príncipe heredero Juan falleció dejando a su esposa, Margarita embarazada y dio a luz una hija que murió en el parto. Pero esta teoría de la conspiración, carece de base porque el Cardenal Mendoza había muerto dos años antes que el príncipe Juan, por lo que evidentemente nada pudo conspirar.
Intentó sin conseguirlo entrar en València y recuperarla para la Germanía, días después, el 19 de mayo de 1522, moría asesinado en Burjassot por esbirros del virrey. Su cabeza fue colgada en la Porta de Quart.
Después de su muerte, aparecieron otros personajes que decían ser L’Encobert, así en el mismo año 1522, fue preso y ahorcado un individuo que se hacía pasar por él y al año siguiente, en València fue decapitado otro, pero esta vez fue una esquina de la Llotja la que tuvo que aguantar el peso de la linterna que contenía su cabeza