Derribo bueno, derribo malo

Un repaso a las demoliciones más significativas en la ciudad de València

Orlando Ros

Un derribo siempre es un derribo. Es uno de los actos definitivos que se pueden perpetrar contra un edificio. Es un acto traumático. La “solución final”, con perdón.  Si hay derribo intencionado  es que algo ha ido mal y lo que venga detrás es una incógnita por muy planificado que se tenga… Para nosotros, teóricos defensores del patrimonio, siempre es la historia de un fracaso porque perdemos un edificio o edificios para siempre, pero como jugamos en casa vamos a utilizar el comodín del tiempo. El paso del tiempo lo pondera y mesura todo en la vida, para bien o para mal, y lo que en un principio nos puede parecer una aberración, con el transcurso de los años incluso un acto destructivo como este puede convertirse en un acierto y ser beneficioso y un alivio para el devenir de una ciudad y sus habitantes, como considero que es el caso que nos ocupa.

El convento de San Francisco fue el primero que fundó Jaime I tras la conquista de la ciudad en 1238. Parece ser que se construyó sobre una casa de recreo del alcayde Abú Zayd, extramuros de la muralla musulmana hasta el s. XIV, en que sus terrenos ya quedaron dentro de la muralla medieval. Tras muchas vicisitudes arquitectónicas, y sucesivas remodelaciones que le conferían ese aspecto de refrito grandote y destartalado, o por lo menos a mí siempre me lo ha parecido, y cambio tras cambio, parecía que estaba condenado de antemano a la piqueta. Previamente ya en 1805 y sin consentimiento de los monjes se derribó la tapia del huerto para abrir un paso a través del deteriorado muro que uniera las actuales calles de la Sangre y de las Barcas. El rodeo que había que dar era largo y fastidioso  para atravesar al otro lado del convento. Los ciudadanos ya habían puesto los ojos sobre él. Casi molestaba más que otra cosa este grandullón. La ocupación francesa contribuyó a su deterioro y tras la desamortización (bendita desamortización!!!)  de 1835 el edificio pasó a convertirse en cuartel de caballería hasta que llegó su inevitable demolición en 1981 dando lugar al espacio central germen de la actual plaza.

Previamente en 1854 se había trasladado el Consejo Municipal provisionalmente a la Casa de la Enseñanza fundada por el Arzobispo Mayoral en la Calle de la Sangre y como suele pasar con todo lo provisional se quedó definitivamente y a partir de 1904 se empezó a reformar el edificio que ya miraba hacía ese solar y veía como ese espacio que tenían delante de él no podía ser más que una gran plaza, centro comercial y administrativo de una ciudad que quería equipararse a la carrera a las ya numerosas ciudades emergentes europeas.

Tras los sucesivos derribos del barrio de Pescadores en 1907, el traslado de la Estación del Norte unos cientos de metros más al sur, más las expropiaciones y demoliciones de la plaza de Cajeros  y Bajada de San Francisco quedó configurada, edificio a edificio, la futura gran plaza.

Este largo y espectacular proceso de expropiaciones, demoliciones, intervenciones , reordenación de transportes y de transeúntes fue una auténtica entrada de aire fresco para la ciudad. Supuso el cambio del polo de poder de la vetusta ciudad medieval y su centro socio-religioso como era la Plaza de la Virgen actual a la gran plaza abierta que nos ocupa, al triunfo de lo civil y sobre todo al ensalzamiento de una burguesía emergente y opulenta, de huerta fértil, que quería reflejar su poderío en grandes y elegantes edificios al uso de la época y de paso tener terreno virgen para sus negocios inmobiliarios. Allí se trasladaron la nueva Casa de la Ciudad, el Ateneo Mercantil, cafés, comercios, despachos que supusieron la apoteosis burguesa de la ciudad y el definitivo cambio del eje del poder hacia el Este que junto con la construcción de la nueva Estación del Norte y la primera fase del Eixample lavaron la cara de una rejuvenecida ciudad que ya se creía menos provinciana y más cosmopolita.

Por otra parte, hay demoliciones llamémoslas líquidas efectuadas con razones no muy claras y muy difusas, simplemente por cambios de ciclo, de mentalidad, ánimos de revancha, posibles beneficiarios particulares o de todo a la vez y que encima lo que nos viene después es mucho peor que lo que ya había. En esta ciudad de eso sabemos mucho. Y estamos hablando de la misma “zona 0” de la que hablábamos antes sobre derribos beneficiosos para todos.

Después de varios intentos de asentar en el solar del antiguo Convento de San Francisco un parque público con arbolado, casetas para floristas, estatuas varias que aún a día de hoy siguen intercambiándose por las calles y plazas de la ciudad como aburridas de estar en el mismo sitio. (Oye eres una estatua, lo siento, no te puedes mover… -pues me han dicho que las de València ¡¡¡lo hacen!!!….) le fue encargada al insigne arquitecto mayor de la ciudad Javier Goerlich un espacio que diera empaque de una vez por todas a la plaza cambiante. Lo que hizo el no suficientemente valorado arquitecto en la entonces Plaza Emilio Castelar fue una auténtica revolución para la ciudad. Construyó una plataforma elevada 4 metros de estilo casticista y  elementos art-decó diseñada en forma de triángulo a la que se accedía por grandes escalinatas y que disponía en los tres vértices sendas fuentes que rememoraban las tres provincias valencianas así como de grandes bancadas y recargadas farolas, siendo su más llamativo elemento un óculo central que dejaba ver el Mercado de las Flores situado en los sótanos y que a la larga, no muy larga, sería su virus mortal. En el imaginario de todos ha quedado como la plaza que más se añora de todas las que han sido. Es lo que tiene el pasado, que a diferencia del incierto futuro, en nuestra mente no se puede cambiar y nos da tranquilidad de espíritu. No comulgan con esta idea muchos arquitectos de su época y de ahora mismo. Se le tacha de anticuada, recargada y anacrónica yo creo que injustamente. Su permanencia, con inevitables retoques a través del tiempo, le habría dado a la ciudad una personalidad que ni siquiera ahora sueña tener dicho espacio. Pero lo peor estaba por venir.

Aquí hemos venido a hablar de derribos y  vamos a ello. Tras sobrevivir la Guerra Civil y habiendo cerrado en 1953 el Mercado de la Flores porque los floristas se negaron en redondo a seguir laborando en las catacumbas, se tomó la decisión de demolerlo por oscuras razones que nunca se han llegado a entender. Que fue por la presión de los mencionados floristas, no me lo creo. La presión de los sempiternos y egoístas fastos falleros, si me la creo. Por intereses de un aparcamiento subterráneo para el rey automóvil, puede que sí,  por venganza a la no adhesión inquebrantable de Goerlich al Régimen puede que también, pero yo pienso que fue por todo eso y porque en pleno franquismo triunfante una plaza que sirviera de reunión ciudadana estaba condenada a morir.  Tras acuerdo del Ayuntamiento y su alcalde Baltasar Rull en 1953 se empezó a demoler en 1961 bajo el mandato del alcalde Rincón de Arellano y el nefasto resultado fue una explanada. Así de sencillo. Un solar asfaltado que para más desfachatez se utilizó para procurar aparcamiento a los funcionarios municipales, sin más ornamento que unas casetas de flores de diseño mínimo, que no minimalista, bastante ordinarias. La guinda para conseguir una fealdad insuperable fue la instalación en 1964 de la estatua ecuestre del dictador Franco.

En fín una demolición apoyada en unas inconsistentes razones con resultado muy negativo en conjunto y que nos llevó a un escenario urbanístico bastante peor que el preexistente y que a día de hoy aún lo estamos sufriendo, ahora eso sí, la mascletà tiene sitio de sobra.. ¿o no? No doy ideas por si acaso.

Algunas imágenes de derribos singulares en la ciudad de València.