Orlando Ros
Todo llevaba a la conclusión de que ya no hacían falta las murallas. Todo había cambiado, la guerra y la paz, los negocios, y los hasta ahora inamovibles estamentos sociales habían bailado de posición, la empoderada burguesía emergente y la obsoleta nobleza se disputaban la preponderancia. El pueblo llano simplemente buscaba mejores condiciones de vida, como siempre. Vientos de cambio soplaban, vientos frescos que, por otra parte, según los higienistas y urbanistas del momento, la dichosa muralla no dejaba pasar para aliviar la asfixiada ciudad.
Pues bien, el primer tímido intento constatable de superar la muralla fue con el primer proyecto de ensanche en 1777 propuesto por el diputado Matías Perelló y el promotor José Carroz (si, nos hemos dado cuenta, los políticos siempre tienen calles importantes a su nombre y los arquitectos no. Así es esta ciudad de desagradecida…) y aunque este plan preveía la demolición de la muralla medieval contemplaba la construcción de otra de mayor extensión que cercaba los nuevos terrenos incluyendo Russafa, y que por diversos motivos no se llevó a cabo.
Años más tarde, en 1858 se presentó el “Proyecto General de Ensanche de la ciudad de València”, promovido por tres arquitectos Timoteo Calvo, Sebastián Monleón, y sobre todo por Antonino Sancho, cuyas tesis ya vistas en sus anteriores escritos “Mejoras Materiales” se plasmaron en este proyecto. También formaron parte del equipo el cronista oficial de la ciudad Vicente Boix, que le dió ese aire historicista, y el médico Manuel Encinas, que aportó tímidamente las tesis higienistas del momento. En resumen este proyecto respondía a tres problemas clave: la urgente necesidad de salubridad de València, la mejora del tránsito ampliando la extensión de la red urbana, y la solución del problema de la insuficiencia de vivienda, por lo que consideraba el crecimiento de la ciudad mediante el derribo de las murallas medievales y anexión de nuevos terrenos del sudeste y sudoeste a modo de ensanche. Sobre el plano, el proyecto estaba concretado, a pesar de la buena intención, en una serie de plazas y manzanas irregulares siguiendo el trazado de amplias calles con un resultado bastante obsoleto, irregular y poco racional urbanísticamente hablando.
Pero parte indispensable del proyecto y a la vez la propuesta más sorprendente, por contradictoria, era el trazado de una nueva muralla, o mejor dicho de un nuevo muro, para más incongruencia construido con los escombros de la antigua fortificación una vez derribada. Los autores, fervientes liberales que reclamaban la demolición de la muralla como un acto revolucionario y de modernidad, paradójicamente proyectaban levantar otro muro de más extensión, aunque de modestas proporciones, que separase la ciudad de sus cada vez más populosos arrabales cuyos habitantes tenían la mala costumbre de demandar mayor justicia social y a los que se acusaba sin tapujos de la constante delincuencia en la ciudad. Es decir, se concibió esta cerca como un instrumento para mantener a raya y prevenir una posible revolución que quebrase el orden burgués: un muro entre la huerta y la ciudad que asegurara el orden social. Y si encima valía para que nadie saliera o entrara de la ciudad sin pagar los impuestos de consumo pues mejor que mejor. A estas alturas del siglo XIX la burguesía ya había conseguido lo que pretendía, que era asegurar sus sillones en las instituciones políticas, es decir la posesión de poder. Ahora su siguiente obligación era, una vez superada y casi desactivada la aristocracia, la de taponar el ascenso de la clase trabajadora, que siempre ha sido visto como el mayor de los peligros para los boyantes negocios imaginados por la burguesía. Y un ensanche daba para “imaginar” muchos negocios. Nadie mejor que el arquitecto Antonino Sancho, que había participado en la operación urbanística del Convento de la Puridad, uno de los primeros “pelotazos” urbanísticos documentados en la ciudad, que era también miembro de la Sociedad Valenciana de Fomento, y que trabajó durante muchos años para el Marqués de Campo, para saber de primera mano de la necesidad de estabilidad para llevar a cabo proyectos de gran envergadura y de cómo una sociedad en constante agitación social podía impedirlos. Es decir, se programó la expansión pero con contención, no vayamos a pasarnos de liberales y se nos fastidie el negocio…
Este cercado se concebía como una ronda interior de 12 m. de anchura (cuyo trazado equivaldría ahora, más o menos, al de las cuatro “Grandes Vías”), protegiendo todos sus ángulos con pequeños baluartes, creándose cinco nuevas puertas de acceso y cuatro portillos y enlazaría con la orilla norte del Turia con un nuevo puente a la altura del Botánico. De las antiguas murallas se conservarían las puertas de San Vicente, Russafa, Quart y Mar como monumentos históricos (no, no las Torres de Serranos no aparecían en la lista…).
El proyecto se ejecutaría en 2 fases. La primera contemplaba el derribo de la muralla medieval empezando por Russafa y terminando por la batería de Santa Catalina (actual IVAM) y el comienzo de las obras desde el puente del Mar hasta la Petxina. La segunda fase completaría el derribo entre la batería de Santa Catalina y la Ciudadela.
Aunque la sociedad burguesa en un principio manifestó su aprobación, poco a poco se fue diluyendo el interés ante la inconcreción de un proyecto que no levantó pasiones ni por parte institucional, ni privada ni militar. Ni el ensanche ni el nuevo muro se construyeron jamás.
Estos dos proyectos no realizados incluían el derribo de las murallas con el ímpetu del moderno converso, pero llegado el momento nadie se atrevió a desnudar la ciudad, era como abandonarla a su suerte en un ambiente hostil a merced de cualquiera que quisiera entrar y aprovecharse de ella. Los autores, convencidos de estar proyectando un avance insólito para València, no fueron conscientes de la contradicción que encerraba el plantear un ensanche y constreñir nuevamente la ciudad y su futura expansión, aunque fuera con una modesta tapia. Desde su fundación en el 138 a.C. València ha estado cercada, vallada, amurallada, fortificada siempre. Todo valenciano, y hablo también de los contemporáneos, tenemos interiorizada la muralla, unos para salir y otros para entrar en sus límites ahora invisibles. Ya no existe físicamente, pero casi. Nos queda su enorme cicatriz, perfectamente visible, y sus cimientos enterrados, aunque los nuevos edificios que circundan su antiguo perímetro nos la hacen revivir incluso más alta y compacta que la medieval, recordándonos que aún sigue entre nosotros. La muralla comenzó a derribarse en 1865. n